jueves, 28 de junio de 2012

VIP


“¿De dónde sos? ¿Por qué estás acá? ¿Te gusta? ¿Hasta cuándo te pensás quedar?”, ese es el interrogatorio al que nos debemos someter cada vez que alguna persona se da cuenta de que somos extranjeros. Las primeras semanas esas preguntas son respondidas con entusiasmo, simpatía y hasta brindando más información de la solicitada. Cuando uno todavía no conoce a nadie y desea profundamente intercambiar aunque sea dos palabras con otro ser humano – más allá de, en mi caso, mi marido -, esas preguntas parecen ser la forma perfecta de iniciar una conversación. Además, por qué negarlo, el sentirnos especiales, aunque sea por un rato, es un regalo que no cambiaríamos por nada. No importa a dónde vamos, el idioma, la apariencia, todo un conjunto de factores delata que somos extranjeros y despierta la curiosidad de los otros.
Sin embargo, con el correr del tiempo, estas preguntas que al comienzo parecían tan oportunas, dejan de serlo; y los ojos posados sobre nosotros pasan de ser sinónimo de interés a puro chusmerío. “El otro día te vimos en el ascensor del edificio; ayer, cruzando la calle, y ahora acá, en la panadería. Mi hija quiere saber de dónde sos”, me dijo en una ocasión un hombre, mientras la hija me miraba embelesada desde varios centímetros más abajo.  
“Es que a los brasileros nos fascinan los extranjeros”, me comentó una vez una adolescente. No importa si la ciudad en la que vivimos es grande, pequeña, turística o no, siempre vamos a sentirnos, y nos van a hacer sentir, quizás sin quererlo, sapos de otro pozo.  

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