“¿De dónde sos? ¿Por qué estás
acá? ¿Te gusta? ¿Hasta cuándo te pensás quedar?”, ese es el interrogatorio al
que nos debemos someter cada vez que alguna persona se da cuenta de que somos
extranjeros. Las primeras semanas esas preguntas son respondidas con
entusiasmo, simpatía y hasta brindando más información de la solicitada. Cuando
uno todavía no conoce a nadie y desea profundamente intercambiar aunque sea dos
palabras con otro ser humano – más allá de, en mi caso, mi marido -, esas
preguntas parecen ser la forma perfecta de iniciar una conversación. Además,
por qué negarlo, el sentirnos especiales, aunque sea por un rato, es un regalo que
no cambiaríamos por nada. No importa a dónde vamos, el idioma, la apariencia,
todo un conjunto de factores delata que somos extranjeros y despierta la
curiosidad de los otros.
Sin embargo, con el correr del
tiempo, estas preguntas que al comienzo parecían tan oportunas, dejan de serlo;
y los ojos posados sobre nosotros pasan de ser sinónimo de interés a puro
chusmerío. “El otro día te vimos en el ascensor del edificio; ayer, cruzando la
calle, y ahora acá, en la panadería. Mi hija quiere saber de dónde sos”, me dijo en una
ocasión un hombre, mientras la hija me
miraba embelesada desde varios centímetros más abajo.
“Es que a los brasileros nos
fascinan los extranjeros”, me comentó una vez una adolescente. No importa si la
ciudad en la que vivimos es grande, pequeña, turística o no, siempre vamos a sentirnos, y nos van a hacer sentir, quizás sin quererlo, sapos de otro pozo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario