lunes, 16 de julio de 2012

Paz y amor

La semana pasada tuve una reunión en la ciudad de São Paulo. Salí de casa cerca del mediodía y, siendo que normalmente un día de fin de semana tardo sólo una hora en llegar, en esta ocasión demoré el doble. La vuelta fue aún peor: tres horas reloj. Lo más preocupante era que tenía un compromiso en mi ciudad a última hora de la tarde y finalmente tuve que reorganizar todo para poder llegar a tiempo. Obviamente estaba de pésimo humor. Es terrible ver un mar de autos inmóviles, parados, que avanzan pocos centímetros cada varios minutos. Yo - masoquista al 100% - repasaba una y otra vez en mi cabeza todo el camino que me faltaba para llegar a Mogi das Cruzes. Una eternidad. Y el reloj seguía su marcha. Ya me sabía de memoria el orden de las canciones de los dos pen drives que tenía a mano. Apagué la radio. Lo único que se escuchaba era el ruido del andar de los autos. Nada más. Ni bocinas, ni gente peleándose, nada. En los semáforos, nadie pretendía que el primer auto cruzara en amarillo. Incluso, si algún conductor tardaba en avanzar ante la luz verde, alcanzaba una señal de luces para que reaccionara. La gente parecía tranquila, acostumbrada, quizás. Pero creo que tiene que ver con una cuestión más amplia. Creo que los brasileros conforman una sociedad bastante más conciliadora que la nuestra. No les gusta pelear, discutir. Son personas que prefieren no ir al choque. Finalmente, me relajé un poco. Total, no había nada que pudiera hacer. Traté de mimetizarme. Las comparaciones son odiosas, ya lo sé, pero sentí que, en esa situación, era una suerte estar en São Paulo y no en Buenos Aires. Una cuestión de salud mental.  

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